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Solemnidad de Pentecostés

Por: P. Denis Báez Romero, SDB

 

Hermanos, en la solemnidad de Pentecostés, rezamos con el Evangelio según San Juan 20, 19-23

Invocación al Espíritu de Dios

Señor Jesús, Tú eres la Resurrección y la vida, infunde en nosotros el fuego de tu amor para que nos sintamos como hermanos y así con un rostro como el tuyo, lleno de misericordia, podamos servir con alegría a tu pueblo. Señor, dame la alegría de proclamar siempre: ¡Cristo vive en mí!

Analicemos juntos el contenido

Queridos amigos: Estamos en la fiesta de Pentecostés y el Evangelio nos presenta a los discípulos “al atardecer del primer día”, “con las puertas cerradas por temor a los judíos”, sorprendidos porque sucede algo espectacular. La puerta se desbloquea y comienza a actuar el “Espíritu”, dando coraje y valentía para superar ese miedo, esa angustia que ha provocado la ausencia del maestro. El soplo de Dios ilumina a cada uno para una misión específica: imitar a Cristo e identificarse con Él: “es Cristo quien vive en mí”.

Al soplar Jesús el aliento vital, el hombre se convierte en morada del Espíritu. El Señor mismo infunde dentro de sus discípulos al Espíritu, la vida misma de Dios, el don hecho a los discípulos en la misma noche de la resurrección. Ese mismo día, Jesús nos transmite la vida; la transmite a la humanidad para que sea capaz de imitarle a Él y pueda permanecer con Él. Desde el inicio hasta el fin del mundo Jesús da la vida, la comunica: no transcurre un instante de la historia sin que Él ofrezca la vida, hasta su venida definitiva.

Pero existen algunas condiciones para que el Espíritu pueda manifestar sus frutos. Tenemos una donación: el Espíritu. Tenemos un ambiente: la comunidad. El don se desarrolla dentro de un contexto: la misión. Estas condiciones favorecen que el Espíritu se pueda manifestar de diferentes formas: como consolador, como coraje que da valentía, como don, como viento, como terremoto, como fuego del cielo.

Recuperando con calma algunos momentos de mis recuerdos, surge que la experiencia más presente en los jóvenes que acompaño en la vida en el Espíritu -con la guía del mismo Espíritu- es la paz del corazón, el encuentro consigo mismo. Algunos símbolos de esta experiencia: la alegría, la sonrisa, la mirada serena. Símbolos que encuentro en el rostro y en las emociones de estos jóvenes, y que manifiestan la mirada tierna del Padre.

No dejemos que Dios deje de habitar en nosotros con su soplo: démosle su lugar y Él hará que podamos tener un horizonte más amplio. Hará que el amor que infunde en nosotros pueda iluminar a esta sociedad dividida, que vive en escandalosa desigualdad, que carece de espiritualidad y se resiste a toda interiorización. Ese mismo amor nos dará las ganas de vivir intentando tocar el corazón de cada hermano, para mejorar su condición de vida.

Jesús se deja identificar; por eso se presenta en forma personal en la misma noche de Pascua, para transmitir a sus discípulos “la paz” interior en ese momento de angustia; para transmitirles la noticia de los signos de los clavos en su cuerpo -“les mostró las manos y el costado”-, heridas curadas, cuya memoria permanece en las cicatrices que representan los signos gloriosos de su resurrección; para transmitirnos “la alegría” de su rostro y las ganas de vivir; para transmitirnos la vivencia de la misión en el mundo - “como el Padre me envió, también yo les envío”-; para que podamos transmitir a los demás el rostro misericordioso del Padre que ama y sabe “perdonar” y curar las heridas producidas por no reconocer su presencia entre nosotros por medio de su Espíritu.

Para nuestra vivencia cotidiana:

Aunque los discípulos tenían las puertas cerradas, Jesús entra y se hace presente en medio de ellos. Nosotros, ¿dejamos entrar al Espíritu Santo en nuestras vidas? ¿De qué forma entra y permanece Jesús en nuestra comunidad? ¿Dejamos que se desarrollen en nosotros los dones que el Señor nos regala?